CARTA A UN COLEGA COMPOSITOR
Me cuenta Ud. en su carta sus tribulaciones y sus problemas al encontrarse tan alejado de su público, por su vanguardismo, y me formula una serie de preguntas, las que trataré de contestar usando para ello mis puntos de vista personales.
Debe saber, ante todo, que para mi labor me guio por principios estéticos y que, de éstos, difícilmente me apartaría por razones eufemistas; no me importa para nada el espacio que pueda separarme del oyente y, por cierto, en ésto no hay martirismo alguno ni me siento defraudado de ninguna manera puesto que siempre he opinado que la mayoria de los adeptos al arte no llegan, ni llegarán en un futuro próximo, a entenderlo, lo que queda comprobado por el hecho de haber aumentado paulatinamente la grieta entre el público y compositor vanguardista en los últimos cincuenta años. Por tanto, desde el principio me coloqué en una actitud de indiferencia y no trabajo para la gran masa de oyentes. Prefiero – aunque sea para mi única satisfacción – subir el valor de mi producción hasta el grado máximo que pueda alcanzar, so pena de perder, cada vez más, adeptos. Me he situado en un plano de hacer arte puro, música pura, sin aplicación de programa ni de valores pintorescos o anecdóticos; arquitectura sonora – por demás ninguna novedad desde los tiempos de Bach -, música absolutamente abstracta, que corresponde a la pintura de nuestros días llamada no-figuración y que, para su desarrollo emplea tan solo dos elementos: forma y color. Creo firmemente que la expresión más alta en música es la composición que prescinde totalmente de argumentos, de sentimientos personales, tanto objetivos como subjetivos, y que no se alimenta de literatura ni de impresiones. Esto, tanto en el sector sinfónico, solístico o camarístico, siendo este último, para mí, el género más elevado entre todos, debido a sus recursos económicos, su igualdad de reparto, su carácter anti-virtuosístico y anti-exhibicionista, su origen doméstico y su finalidad de auto recreo, ya que el ejecutante, mayormente lo interpreta para su puro placer y propia satisfacción y alegría. Por esta última razón trato por todos los medios lograr que mis composiciones sean en lo posible simples y fáciles de ejecutar, libres de complicaciones, para no desplazar este placer por un sufrimiento angustioso, producto de exagerada dificultad. Esta es pues, la razón, mi amigo, por la que en mi producción abundan las obras de cámara.
Me pregunta Ud. si este concepto purista no implica un cierto cerebralismo frío, al excluir los sentimientos. No, señor; no creo esto pese a las múltiples acusaciones que se nos han hecho en este sentido. Por mi parte, no excluyo el sentimiento, salvo el personal. Si bien nuestra música es producto de amplias especulaciones, no está exenta de sentimientos, sino de sentimentalismos. Estoy convencido de que una melodía construida – cerebralmente, como dirían nuestros antagonistas – con el sistema de los doce sonidos, puede encerrar tanta inspiración y belleza como cualquiera otra en fa sostenido menor y romántica. Más aún tal como un solo tema fugado de Bach encierra una belleza – si bien más austera, pero muy superior a cualquiera de la época romántica – así también lo nuestro lo considero más elevado y más serio, puesto que soy amante de lo elevado y serio y, por consecuencia, más bello. Claro que no todos sostenemos este punto de vista, ya que los gustos son distintos, pero esto no es mi culpa y, no por ser aquellos la mayoría modificaré mi parecer ni haré cosas contra mi gusto. Claro está – ya me lo imagino y casi le oigo su contra-pregunta a este argumento: “Debe entonces el artista crear para sí o tratar de transmitir un mensaje?” Pues, mi amigo, el artista debe hacer lo que siente necesidad o deseo de hacer; esto, automáticamente implica la trasmisión del mensaje, pueda o quiera, o no entenderlo y aceptarlo luego el oyente. De otra manera sería falso el mensaje, ya que el artista lo redactaría de acuerdo con el deseo del consumidor, convirtiendo así el producto del arte en simple artículo de comercio.
Al respecto de sus preocupaciones por la instrumentación y el manejo de los timbres orquestales, le diré que si una obra musical concebida para orquestra o conjunto de cámara, reproducida en uno o dos pianos pierde su valor, según mi modesta opinión carece de valor desde un principio y sólo constituye un artificio cromático. Yo mismo soy muy amigo del colorido instrumental pero sostengo que, si la obra tiene el correspondiente valor temático, contrapuntístico y formal, resultará un trabajo bueno, aún ejecutado en un simple organillo. Piense Ud. que una pintura buena debe seguir siendo buena también en una reproducción fotográfica sobre blanco y negro y gris; si no, sólo sería un juego de colores, sin construcción, forma ni contenido. Claro está que no es lo mismo ejecutar un cuarteto de cuerdas en un piano solo o en las respectivas cuerdas pero si la obra no contiene más que efectos de pizzicato o armónicos, sería como una comida hecha solamente de sal, pimienta y cominos.
Esto no quiere decir, en absoluto, que Ud. deba prescindir de los citados efectos, ni de muchos otros. Y, por mi parte, sin querer influenciarlo, le diré que casi no hago uso de los instrumentos de percusión – como Ud. lo habrá observado en el elenco de mis obras – por no considerarlos instrumentos de música (descontando los timbales y el celeste o carrillón…) y por no gusta de los ruidos en la música. Me dice Ud. que la música misma es un ruido? Si, señor, de acuerdo, pero para definir el ruido llamado música tenemos un límite inferior y superior en las vibraciones acústicas. Lo que está fuera de eso, para mí, no es música, por lo tanto no lo empleo. Claro está que toda regla tiene su excepción y es así como Ud. encontrará en mi registro alguna obra con tambores sin afinar.
Otro problema lo constituye el empleo de ciertos instrumentos que tienden a crear un ambiente distinto al que nosotros ansiamos, como por ejemplo el arpa, el amonio o el órgano. Especialmente el primero, a mi manera de ver, no puede interesarnos – no sólo por lo dicho – sino por su pobreza en lo dodecatónico, además, ya que debido a la existencia de tan sólo siete cuerdas por cada octava, si quisiéramos emplear las doce notas en forma equitativa, convertiríamos al arpista en un ciclista desesperado…
También he leído entre los renglones de su carta! Ud. duda, según me parece, del hecho que una obra pueda ser magistral y genial sin ser unánimemente comprendida, aplaudida y gustada por la mayoría. Pero – le pregunto – dejan de ser acaso las obra máximas de la literatura “Fausto”, La Divina Comedia”, “Don Quijote de la Mancha” y aún “La Ilíada”, por ser los menos leídos y por ser los “best-sellers” libros como “Amok” y “Naná”?…
Finalmente quiero recordarle aquella pregunta formulada por Ud. en su anterior carta en el sentido de que si yo creía que fuese posible realizar una obra genial en el terreno de otras tendencias anteriores, a lo que contesté que no lo creía posible por no haber precedente en la historia y porque me parecía que el genio era tal porque agotaba todos los recursos de su tendencia y porque la llevaba a un encumbramiento con sus realizaciones. Si estoy, pues, en lo cierto, debe Ud. comprender que la fruta exprimida no puede continuar dando zumo…! Por esto he llegado a la tendencia que considero de nuestra época, recorriendo todas las anteriores y también porque, experimentándolas, fue la que más me agradó. Ahora me pregunta si no pienso que el dodecatonismo es la creación de Schonberg y que donde veo la posibilidad de desarrollar un estilo personal dentro de ese marco… Pues, amigo, hay que aclarar: el docetonalismo no es un estilo sino una nueva técnica de componer, la cual no quita la posibilidad desplegar estilo propio, como no lo quita el tonalismo a sus respectivos cultivadores clásicos románticos o impresionistas.
Con esto creo dejar bien definida y con bastante exactitud, la latitud y longitud de mi posición en el mapa de la creación musical.
Le saludo con la expresión más cordial de mi estimación, en Santiago, a los 7 días de Agosto de 1953.
ESTEBAN EITLER.